JUAN ANTONIO BUENO ALVAREZ: Saludos del autor

martes, 10 de abril de 2007

Saludos del autor

Me gusta la literatura y espero que compartamos ese gusto.

1 comentario:

Betuel Bonilla dijo...: Hombre, Juan Antonio, haces parte, como yo, de esa antología tan bella del concurso Hucha de oro del 2002. Tu cuento allí es extraordinario, digno de unas palabras adicionales al calor de un café. Soy Betuel Bonilla Rojas, colombiano de pura cepa y lector de buenas historias. Un saludo desde Colombia y reitero la maravilla de poder leer tu texto. tantalo80@hotmail.com; 28 de abril de 2009, 17:21

Entrevista a la traductora Rosa Pilar Blanco

Rosa Pilar Blanco. Madrid, 1952. Colegio Alemán. Preferían los padres un colegio mixto y no había muchas opciones. Pudieron elegir el Británico, pero mis primos ya iban allí, y por eso fui al Alemán. Filosofía y Letras. Especialidad Historia. Durante los años universitarios, empecé a traducir la crónica de Alemania de la revista Goya, esos fueron mis comienzos. Nuevas formas de realismo, para Alianza Forma. Seguí con Salvat. Seguí en Alfaguara con narrativa infantil y juvenil. Trabajé con Miguel Diéguez. Traduje también derecho. Era una traducción alimenticia. Hago Arte, solo cosas concretas: catálogos del Reina Sofía y los artículos alemanes de la revista FMR. (Franco María Rizzi). Desde 1988 en la biblioteca. -Díganos cómo y por qué se dedicó a la traducción de obras literarias alemanas. Está contestada. La culpa fue de un tío. -)Qué resulta más gratificamete en el oficio del traductor? -Es un oficio durísimo. Lo mas gratificante es la vertiente creativa que me permite deslizar térm9inos que me resultan evocadoras, expresiones que oí a mi padre. -Partiendo de que un traductor, como es su caso, debe dominar a fondo las dos lenguas, )qué conocimiento resulta más importante: el de la lengua de origen o el de la lengua a la que se vierte la obra? -Para mí la clave es la lengua de llegada. Los recursos fundamentales son los del propio idioma, ya que la traducción debe quedar lo mejor posible en castellano, aspirando a la perfección. -)Está suficientemente reconocido el trabajo de los traductores de obras literarias?, )Ocurre igual en otros países? -Está poco reconocido todavía, pefro se ha mejorado mucho gracias a la Asoc. Col de Ecr, Sección Autónoma de Traducrtores de libros. Se han dado pasos de gigsnte en cuanto a la liquiedación de los derechos de autor, elevar los honororarios y, sobre todo, el respeto a la autoría de la traducción, a que ninguna mano ajena pueda cambiar la versión del traductor. Sin embargo, esro puede vaqler para los editores y para un sector culto relacionado c

Crítica literaria

Enric González: Historias de Nueva York, RBA, Barcelona, 2006, 143 págs. Enric González (Barcelona, 1959) es conocido por su faceta de periodista especializado en información internacional. Ha sido corresponsal de El País en Londres, París, Nueva York y Washington.. Y actualmente lo es en Roma. Además, confeso aficionado al fútbol, entrega los lunes unas historias del calcio en las que luce un estilo desenvuelto tapizado de rico humor y de profundo conocimiento de los avatares deportivos y de la realidad social. Incluso para los que resulta insoportable tragarse un partido de la liga italiana (prometo que no he sido capaz de ver más de diez minutos seguidos desde la época de Maradona, y ya ha llovido), supone un placer irrenunciable leer esas notas en las que vibran la gracia y la cultura más allá de las circunstancias efímeras que determinan los resultados del fin de semana. Algo así como lo que les ocurría a los antitaurinos que aguardaban expectantes a que empezara la Feria de San Isidro para deleitarse con las crónicas de Joaquín Vidal. Y en estas Historias de Nueva York que aquí comentamos, hay más del imaginativo y chispeante estilo del cronista de la vida embozado en el traje del cronista deportivo que del mucho más formal y aséptico que impregna la prosa del reportero de información internacional, obligado a ocultar las aristas de la ironía y del lenguaje literario. Estas Historias de Nueva York, breve y muy libre recreación de la historia y del pasado inmediato de la ciudad, están cocinadas con los ingredientes de la pasión, lo que no impide el distanciamiento inteligente, y hasta un punto cínico, que las vuelven definitivamente fascinantes. Tras una breve referencia a un viaje anterior, el libro prosigue con el relato de las dificultades por las que pasa el autor cuando en 2000 se establece en Nueva York. Con un tono engañosamente menor, pues encierra una hondura que atraviesa toda la obra, los problemas para encontrar un piso o para adquirir un teléfono móvil, anécdotas inanes en otra pluma menos diestra, se convierten en episodios de humor gracias a la frescura de la prosa, en la que abundan hipérboles como esta: “Cuando uno encuentra al fin un apartamento asequible (hablo de un alquiler no superior al sueldo mensual) y habitable (en el sentido en que son habitables los iglúes y los cementerios de El Cairo), puede considerarse doctorado en ciencias inmobiliarias”. Ejemplos como este salpican la obra y ayudan a leerla de un tirón. En el libro abundan las remembranzas de lugares y de tipos anónimos, que gracias al vívido estilo permanecen en la memoria del lector. Los lugares no son, desde luego, los que aparecen en una guía turística al uso, sino aquellos, muchos de ellos de indudable sabor canallesco, que han formado parte de la vida del autor. Contemplados con mirada tierna e irónica, desfilan bares, restaurantes y calles de buen y mal vivir. Todos ellos conforman un recorrido secreto y personal, alejado de cualquier convencionalismo, en el que late el corazón de la gran ciudad contemporánea en la que, como en ninguna otra parte, conviven las luces y las sombras. Junto al relato de la peripecia personal, la obra repasa con suma amenidad jalones de la historia de Nueva York, esa ciudad de la que el ensayista John Jay Chapman, como se recuerda en la página 6, dijo que “el presente es tan poderoso, que el pasado se ha perdido”. Pero Enric González se encarga de desmentirlo con sus incursiones en los orígenes de la mafia, en las sucesivas oleadas inmigratorias, en la vida de los seis grandes magnates cuyas fortunas sirvieron de motores del acelerado desarrollo de la ciudad, en los distintos equipos –algunos ya desaparecidos- que han alimentado la pasión neoyorquina por el béisbol. Y así llega hasta el presente, hasta el controvertido alcalde Rudolph Giuliani.y la conmoción del 11-S. Y todo ello salpicado con jugosas anécdotas al servicio de una prosa vivaz en la que nunca asoman el sermón ni la erudición. Solo quien conoce a fondo los asuntos tratados puede escribir con la naturalidad con la que lo hace Enric González. No resulta exagerado afirmar que, como los buenos libros de viajes (aunque este no pertenezca al género, sino a alguno misceláneo y todavía no clasificado), Historias de Nueva York completa y perfecciona las impresiones del viajero, suma la realidad escrita a la realidad vivida, abre nuevos surcos por los que viaja la imaginación. El remate del libro contiene las páginas más emotivas de una obra en sí misma emotiva. El recuerdo de tres periodistas muertos a los que el autor había tratado en Nueva York (Juan Carlos Gumucio, Julio Anguita y Ricardo Ortega; los dos últimos muertos en el ejercicio de su profesión) está preñado de rabia y de amistad, pero por debajo de la elegante desolación del autor asoma una celebración de la vida en la que el humor y la inteligencia sirven quizá para atemperar la tragedia, aunque también para descubrir con lucidez la carne viva de la herida abierta. Mafia, Guiliani, los seis magnates, Haarlem, etc. (sin sermones)

Fragmento de El último viaje de Eliseo Guzmán

I. LAS VÍSPERAS 1 Le dijo quiero ir por última vez, ver la casa, ver el pueblo, el cementerio, y Tomás le prometió que sí, iremos cuando pase el verano, en otoño, y él que no, quería ir ahora, luego será tarde, pero Tomás negó con la cabeza, no será tarde, papá, y se quedaron callados, la expresión de los rostros confundida por la penumbra, las persianas bajadas para protegerse del sol de julio, él en la mecedora sin balanceo, Tomás de pie, cohibido, aferrando con una mano el picaporte de la puerta todavía cerrada. Al fondo se oyó el ruido de los cacharros que María limpiaba en la cocina, el chorro monótono del agua, y entonces asomaron dos lágrimas en las mejillas del padre, y luego un gimoteo blando, infantil, quiero ir ahora, luego será tarde, llevas un año prometiendo que me vas a llevar, y Tomás insistió por última vez, no será tarde, papá, mejor cuando pase el calor, en otoño, pero él que no, ahora, antes de morirme, antes de morirme quiero ver la casa, el pueblo, el cementerio, la tumba del abuelo. Sí, la tumba del abuelo, pensó Tomás, la tumba de un abuelo que murió veinte años antes de que él naciese, y la casa del padre que era también la casa de su infancia, el patio por el que había corrido de niño, el armero del despacho en el que ya solo quedaban los candados que habían encerrado las armas del abuelo que luego pasaron a su padre, el escudo espurio de los Guzmán que seguramente había tallado un ebanista ajeno al crisol y a la alcurnia ilegítimos, los vasares de la cocina todavía bien afirmados a la pared, los corredores largos y oscuros, las alcobas de techos altos, frías, la cama de latón en la que le metían las botellas de agua hirviendo, la cama de latón de los inviernos cortos pero intensos en la que dormía junto a su hermano Alfredo

fragmento de La noche marcada

1 A Arturo le hubiera gustado llamarse Arthur, pero nadie ha pasado de llamarle Ártur. Y claro, piensa a menudo, Ártur Ortega no suena bien, parece el nombre de un contrabandista o de un traficante, no el de un actor o el de un campeón olímpico. Tampoco le gusta ser de La Concepción -los héroes no son de La Concepción o de Moratalaz, sino de Mannhatan, de Brooklin o de algún barrio residencial de Los Ángeles-, ni tener las cejas muy pobladas, la nariz tan grande y torcida hacia la izquierda y el vientre abultado. Lo que sí le gusta es su estatura, los héroes son más o menos como él, muchos actores y muchos campeones olímpicos miden uno ochenta y cinco. Cuando se mide uno ochenta y cinco, piensa también a menudo, no es difícil pasar por director general de una gran empresa, o por abogado o por ingeniero. Por actor o por campeón olímpico, no, para eso no basta el unochentaycinco. Aunque, a veces, si olvida las cejas pobladas y la nariz grande y torcida hacia la izquierda, si sueña que el vientre no le ha ido creciendo con los años, puede contemplarse con un monigote dorado en la mano mientras Jack Nicholson y Harrison Ford aplauden cortésmente con gesto de derrotados, o bien puede imaginarse serio y marcial, con una medalla de oro colgando del cuello mientras suena el himno nacional en el estadio silencioso, en el estadio expectante que, cuando se apagan los últimos acordes de la música patriótica, aclama a ese español hercúleo al que no han podido doblegar los estupendos ejemplares, negros o blancos, de otras naciones más desarrolladas y acostumbradas a la victoria. Y acto seguido llegan los besos y los abrazos de las mujeres, siempre hay muchas mujeres sonrientes alrededor de los héroes, de los héroes que, saludando condescendientes a la multitud, vuelven a ocupar su sitio en el Pavillon o desaparecen por el túnel que conduce a los vestuarios. Pero después -no se puede engañar eternamente a los ojos-,

JUAN ANTONIO BUENO ALVAREZ

martes, 10 de abril de 2007

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